Un amigo cuyos juicios, bastante más sumarios que los míos, suelo tener en cuenta, me advirtió de que no nos marcháramos de Copenhague (esa infecta ciudad luterana, añadió) sin ver Louisiana. A una hora de tren, no es fácil encajarlo en una estancia corta, pero desde luego merece la pena. Ya el camino a pie desde el apeadero es una verdadera delicia. Si todo el territorio danés está organizado como ese par de kilómetros (y hay motivos para pensar que sí), a lo mejor tenemos que empezar a admitir que la sociedad ideal no está en los libros de los lunáticos sino al norte de Europa. Todo es cómodo, todo es pequeño, encantador y sencillo; los edificios de carácter netamente urbano, de tres o cuatro plantas, con sus supermercados y sus tiendas de discos, aparecen muy separados entre sí, ocultos entre arboledas y dispersos sobre un tapiz verde. Las casas más de campo se colocan a lo largo de una avenida tan discreta como bien urbanizada. Llegamos a Lousiana sin saber del todo si estamos dentro o fuera de qué ciudad.
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