La primera vez que fui a Estambul tenía diecinueve años y devorado cada momento como si el mundo se va a acabar. Cuando volvimos, en invierno esta vez, había sido quince años. Al bajar del avión empezó a parecer que el país era diferente: en el aeropuerto prístina de alta tecnología, la juventud interior nos sonrió de una cartelera que podrían ser los de Ámsterdam y Barcelona. Esa noche, en el Divan Yolu, un tranvía de última terminó de hacer nuestra oriental jirones de memoria con el desplazamiento del cuchillo pasaje silencioso.