En la explanada de abajo hay una pieza solitaria que ocupa su lugar con la naturalidad y certeza de quien ha estado siempre ahí: el espacio queda tan pleno y colmado que uno encuentra igualmente imposible moverla o poner cualquier otra cosa al lado. Y no es que sea un acierto casual: en el borde superior una figura de Henry Moore se recorta, nítida y exacta, contra la línea de horizonte; al pie del talud de la cafetería, un par de enormes chapas oxidadas de Richard Serra parecen hacer de presa para una torrentera que baja del bosque (y uno queda convencido de que no es posible colocar una obra suya con mayor acierto); sentados en la terraza de arriba, tomando una Carlsberg helada, el móvil de Calder nos parece un maravilloso juguete para los niños que corretean alrededor.
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