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Con su insobornable hálito de paradoja, el presente de la ciudad nos remite a ciertos temores primarios de antaño que regresan como si no hubiese pasado el tiempo
Ya podemos morirnos tranquilos
Málaga: la alternativa posible
Habrá que dejar paso, entonces, a los malagueños del futuro.
Pablo Bujalance
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Es jueves por la mañana y el barrio respira el frenesí de costumbre. En todos los televisores, en todas las casas y en todos los bares, los niños de San Ildefonso sostienen la cansina cantinela de los mil euros. Cada cita con la Lotería de Navidad nos devuelve, intacta, aquella España en la que no había internet, ni móviles, ni redes sociales, sólo gente pegada a la pantalla única con los décimos en la mano ansiosa por comprobar la calidad de su suerte (no faltan hoy, eso sí, quienes se plantan ante el ritual con sus hojas de Excel, con todos los números y los porcentajes correspondientes debidamente consignados). Yo guardo un décimo en algún sitio, pero, afortunadamente, es mi agente en las Caimán quien se encarga de contarme si ha tocado algo o nos conformamos con la salud, de manera que camino sumergido en mi empanada habitual de protopensionista vivaz. Paso junto a una de las cafeterías más concurridas de esta parte de Málaga: en el salón interior el televisor está encendido a todo volumen y los niños cantores hacen lo suyo con el mantra a lo Hare Krishna, pero también las mesas de fuera están repletas. No es de extrañar, hace buen tiempo, este invierno recién estrenado se ha empeñado en regalarnos días de sol tras la lluvia y habrá que aprovecharlos. Una joven avanza a mi lado, se distancia un tanto y se dirige directamente a una mesa en la que una pareja presuntamente heteronormativa se despacha a gusto con el café hirviente y el pitufo mixto. La pareja reconoce a la joven y ésta se acerca a la mujer, que hace un alto en su avituallamiento y la recibe con una sonrisa de oreja a oreja y los brazos abiertos. “¡Mari, a ver si te va a tocar el gordo y no vas a enterarte!”, dice la joven a su amiga, que permanece sentada y responde: “No, no, ¡a ver si te va a tocar a ti!” A lo que responde a su vez la joven antes de reemprender la marcha: “Yo no pido mucho. Sólo lo que haga falta para comprarle una casa a mis niños y poder morirme tranquila”. Ya me había fijado en la susodicha, pero, al escuchar esto, vuelvo a hacerlo con más intención y me cuesta echarle más de treinta años. Me sorprende, en un principio, que una mujer de su edad pueda tener ya tan claro lo que necesita para morirse tranquila, tan firmes deben ser sus convicciones, o tan pocas expectativas debe albergar sobre cualquier variación del plan trazado; una vez encajado el golpe, no tengo más remedio que admitir que tener un hogar garantizado para los hijos, en una ciudad como Málaga, constituiría un hito suficiente para pasar al otro barrio con la certeza de que se ha hecho lo que había que hacer. Como cantó Leonard Cohen: ya estoy listo, Señor. El libro, el árbol y el hijo de antaño se han convertido en una casa que puedan disfrutar los que se queden cuando ya no estemos, pagada y sin deudas con el banco. Eso sí que es un gordo bien tocado.
Estamos a una generación de igualarnos a Venecia y ganar una Málaga sin malagueños
Ahora, al escribir estas líneas, me llama la atención cómo el deseo expresado por esta mujer nos devuelve los miedos que expresaron nuestros padres y abuelos: mientras tengas un lugar donde meterte, nos decían, siempre podrás empezar de nuevo. Eso es lo importante. Después, recién empezado nuestro siglo, en aquellos años previos a la crisis en los que a cualquiera le podía caer una hipoteca a poco que se descuidara, el problema parecía resuelto. Pero aquella otra forma de especulación inmobiliaria se desvaneció rápido. Lo que ha pasado desde entonces es una historia bien conocida: en Málaga, a día de hoy, el precio medio de la vivienda supera los 3.700 euros el metro cuadrado, muy por encima de la media española, lo que hace inviable su adquisición a la mayor parte de las familias que puedan contar incluso con dos salarios y por muy elevada que sea la formación académica de sus miembros. Málaga ya es esa ciudad en la que los malagueños no pueden vivir, así que, tomando el deseo expresado por esta mujer desde una perspectiva más pragmática, sin gordo de por medio, los que ahora tenemos hijos en la infancia o la adolescencia tenemos más que asumido que, cuando quieran independizarse, tendrán que hacerlo en otra ciudad, no en la suya. Estamos a una generación de igualarnos a Venecia y ganar una Málaga sin malagueños. Ya falta menos.
No contábamos con que, en esta operación, los malagueños eran prescindibles con tal de que se cuadraran los balances
Cuando tanto nuestro alcalde como distintas autoridades hablan de Málaga en clave de éxito, eso sí, no hay más remedio que darles la razón. Un signo claro de este éxito es que Málaga, al contrario que buena parte del territorio nacional, sigue ganando población: en este último año, según el INE, la provincia ha ganado 21.000 habitantes hasta superar los 1,7 millones, mientras que en la capital contamos con dos mil residentes más hasta superar los 579.000. De manera que cabe hablar de éxito cuando tanta gente decide vivir aquí. Luego, sin embargo, para avivar la paradoja, el OMAU recuerda que la despoblación del Centro ya está afectando de lleno a los barrios. ¿Cómo se resuelve esta incógnita? Fácil: en las nuevas grandes promociones inmobiliarias, como las de Martiricos o La Térmica, los propietarios asentados en la ciudad no llegan ni al 20%. La población crece en términos globales, pero en virtud de un fenómeno de sustitución (no, en Málaga apenas nacen malagueños: la tasa de natalidad continúa invariable su desplome desde 2008). Así que igual cabe matizar la magnitud de este éxito: si se trataba de que saliera bien el negocio, pues parece que sí, que hay compradores; pero no contábamos con que, en esta operación, los malagueños eran prescindibles con tal de que se cuadraran los balances, porque había gente ahí fuera dispuesta a pagar el precio. El hecho de que en Málaga no se haya tomado ni una sola medida para regular el precio de los alquileres, ni para acotar la expansión de los apartamentos turísticos, ni para hacer verdaderamente accesibles las viviendas sociales, demuestra hasta qué punto esta singular manera de entender el éxito era un objetivo irrenunciable. Tampoco han faltado analistas ni autoridades que han aplaudido la “revalorización” de la vivienda como demostración palpable de este éxito: el que consagra a Málaga como una ciudad reservada a una minoría que sí se la puede costear. Esta historia ya la conocemos: son muchos los organismos que, más allá del OMAU, vienen advirtiendo desde España y Europa de los riesgos de la gentrificación y una política económica únicamente centrada en el turismo. La inacción no ha podido ser más notoria, así que aquí está el éxito para que lo disfrute quien pueda. Ya podemos morirnos tranquilos.
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