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«La Málaga de hace 20 años no existe». Probablemente esté más que acostumbrado a escuchar ese diagnóstico cuando alguien que lleva mucho tiempo sin visitar Málaga se queda sorprendido del evidente cambio que ha experimentado la ciudad en los últimos años. Esa frase, sin embargo, no es nueva ni exclusiva de 2022. Ya aparecía recogida, literal, en los escritos históricos que repasaban la actualidad de la capital a finales del siglo XIX: en concreto, en la 'Guía de Málaga y su provincia', que firmó Enrique Pérez López en el año 1899 y que se vendía en las librerías a modo de inventario detallado de la ciudad en una época en la que las otras guías, las turísticas, eran un sueño aún lejano.
Conservado hoy en la Biblioteca Provincial, el extraordinario ejemplar recoge en su página 14 esa frase que conecta la Málaga de ayer con la de hoy y permite viajar en el tiempo para ver, cómo hace 123 años, la capital disfrutaba de una revolución sin precedentes y, en esa suerte de ciclos circulares, similar a la de hoy. La diferencia es que no había nuevas tecnologías, ni turismo, ni museos; sino la (re)construcción literal de una urbe que había pasado demasiado tiempo dormida y que disfrutaba, con matices, de las rentas de unas décadas gloriosas que habían arrancado a mediados del siglo XIX.
Por dar contexto, lógicamente estas guías se escribían para mayor lustre de la ciudad y sin hurgar demasiado en sus miserias -que las había-, pero aún así resulta sorprendente la voracidad de los cambios que se recogen en el cuerpo central de la guía. De hecho, el autor arranca la descripción de la capital insistiendo en que «la Málaga de hace 20 años no existe (…). La antigua ciudad, de marcado carácter morisco, con sus callejas estrechas e infinitas encrucijadas, con sus vías oscuras y tortuosas, casi ha desaparecido por completo, reemplazando a las antiguas construcciones calles rectas y anchas, edificios elegantísimos, en donde la arquitectura moderna ha realizado el ideal de las actuales construcciones urbanas: reunir lo higiénico a lo conveniente».
En efecto, el matiz higiénico y sanitario no fue menor a la hora de replantear la ciudad, habida cuenta de que esas callejuelas abigarradas eran un foco de epidemias y, por lo tanto, un peligro para la población por el elevado nivel de contagios, mortales en la mayoría de los casos. Por eso los arquitectos de la nueva urbe tuvieron en cuenta la opinión de los médicos a la hora de diseñarla: uno de los ejemplos más relevantes es el de la calle Larios y las esquinas en curva de sus edificios para que la brisa del mar circulara entre sus calles.
Obras en calle Larios, inaugurada ocho años antes de que se publicara la guía /
Precisamente, la nueva calle Larios, inaugurada apenas ocho años antes de la publicación de la guía, es una de las que más impactan al autor, que se deshace en elogios con el proyecto: «Para demostrar el pasmoso desarrollo y el incesante progreso de la ciudad, bastarían a evidenciarlo de una manera irrefutable las obras de la ' Gran Avenida de Larios', que principando en La Alameda termina en la plaza de la Constitución, con una anchura de dieciséis metros de acera a acera y una longitud de trescientos metros (…). A más de 15 millones de pesetas asciende el costo de esta soberbia calle, digna de París y de Londres; y en menos de tres años han sido terminados los trabajos y habitables las edificaciones, en las cuales se hallan instalados lujosísimos almacenes y tiendas de primer orden».
La de Larios fue la primera en importancia, sí, pero no la única en aquella época. De hecho, en apenas unos años se le dio literalmente la vuelta al callejero: entre otras muchas, se construyeron o remodelaron la calle del duque de la Victoria y parte de la de San Agustín, la calle Méndez Núñez, la plaza del Siglo y la calle del Obispo; las calles del Correo, Granada, Santa María, Santa Lucía y la plaza de Mitjana; la calle Sánchez Pastor, la del Marqués de Guadiaro o la calle de la Bolsa y Strachan. Más allá del centro histórico, se prolongó la calle de la Victoria hasta la Aduana, se aprobó el proyecto para conectar Álamos con Reding y se abrieron las comunicaciones entre la calle Gerónimo Cuervo y el Teatro Cervantes.
Además de esa fabulosa reforma del entramado urbano, la guía se refiere a un proyecto que en 1899 ya ha comenzado a ver la luz y que promete, literalmente, «una trascendencia comercial incalculable»: es el origen del Parque de Málaga y el nuevo puerto, en el cual -dice- «Málaga y el gobierno se han gastado muchísimos millones de pesetas (…). Todo el recinto del puerto antiguo, que ha sido cegado, se convertirá en un soberbio parque con jardines, fuentes y estatuas; y en los millones de metros ganados al mar se construyen muelles, dársenas y edificios».
Vista de la Catedral, la Aduana y el Parque recién plantado, en una imagen de 1905 /
En paralelo, en ese último tramo del siglo XIX ya han comenzado a tomar forma barrios emblemáticos como el barrio de Huelin, el primero netamente obrero de la ciudad y a los que la guía añade otros de referencia como la Pelusa, el Molinillo, Huerta Alta y El Bulto. Hacia la zona este, el autor de la guía se recrea en el tramo que discurre entre el paseo de Reding y Pedregalejo: «En una longitud de más de tres kilómetros se han edificado hoteles, palacios y chalets, que hacen que compitan hoy nuestras playas con las de Niza, Mentone y Nápoles aún en lo pintorescas y ostentosas (…). Y más allá, El Limonar, otro barrio de palacios, rodeado de huertas y jardines; luego el arroyo de la Caleta, el sitio tradicional de las fiestas populares, enseguida El Morlaco, la Torre de San Telmo, el Pedregalejo, el Palo, La Cala; y todo esto sembrado de casas bonitas como los juguetes de un niño, de hoteles como los que ambiciona un banquero y de jardines con los que sueña un poeta».
Pero las bondades de la Málaga de la época no se quedan en lo puramente urbano. La guía se detiene también en zonas de ocio como la Malagueta, «con sus magníficos balnearios de La Estrella y Apolo, cuyas condiciones son inmejorables y que pasan de 30.000 personas las que concurren al uno y al otro», o en el «agua riquísima que llega a la ciudad desde Torremolinos en 18.000 metros cúbicos diarios, la cual se destina al surtido de numerosas fuentes públicas y al riego de calles y paseos, que se hace dos veces al día». «El gas y la luz eléctrica -añade el texto-, alumbran las calles y los establecimientos, empleándose aparatos Siemens y candelabros para las primeras y aparatos Edisson y lámparas incandescentes para los segundos». Además, «los coches del tranvía recorren la población desde uno al otro de sus extremos y numerosas paradas de carruajes de plaza se hallan a todas horas del día y de la noche a disposición del público».
Entrada a los baños La Estrella, una de las referencias de ocio en la ciudad /
Pero si hay algo en lo que la guía echa el resto es en la «seguridad individual» que se respira en la ciudad. Lean si no: «Nada deja que desear; tanto que es raro cuando aquí acontece uno de esos crímenes tan comunes en otras localidades. En cuanto a robos, podemos asegurar que desde hace veinte años no recordamos ninguno que merezca mención». Consciente quizás de la exageración, el autor añade: «No quiere decir esto que en Málaga no ocurran raterías y escamoteos, pero por regla general son víctimas los cándidos o excesivamente confiados». Y concluye en la descripción: «Málaga goza hoy del buen nombre y la reputación que merece todo pueblo que se esfuerza en aparecer como trabajador, honrado y progresivo».
Capítulo aparte merecen en esta guía sus edificios notables, entre los que el autor destaca la Aduana, el Palacio Episcopal, el Hospital Provincial (actual Civil) y las iglesias; así como los cementerios de San Miguel e Inglés («son, sin disputa, los mejores de España»). Los monumentos, sin embargo (casi) brillan por su ausencia, sobre todo en el apartado que se refiere a la Alcazaba y Gibralfaro: «La Alcazaba tenía dos puertas, ciento diez torreones principales y algunas menores, de las cuales treinta y dos eran de mejor fábrica y suntuosidad; a más de esto tenía un hermoso jardín, unos baños y una mezquita, junto a los Cuartos de Granada. Hoy de todo eso -añade el texto- no queda ni sombra». En el caso de Gibralfaro, la sensación de desolación era idéntica: «En sus tiempos fue inexpugnable, pero hoy no sirve para nada».
El Museo Loringiano, una de las joyas de la Finca de la Concepción, a principios del siglo XX /
Y sigue el autor de la guía lamentándose de la ausencia de monumentos destacables en la Málaga de finales del siglo XIX. Los únicos que «merecen citarse» -dice literalmente- son cuatro: la Puerta de Atarazanas, en aquella época entrada al mercado de Alfonso XII; la puerta del Sagrario, la torre de la Iglesia de Santiago y los bronces loringianos, que los marqueses de Casa Loring, Jorge Loring y Amalia Heredia, atesoraban en su finca de La Concepción. Lo que se le escapó a Enrique Pérez en el momento de redactar la guía es que los marqueses habían vendido un año antes ese tesoro, incluida la Lex Flavia Malacitana, al Museo Arqueológico de Madrid para lograr liquidez y esquivar la ruina. Si ya había pocos monumentos en la capital, aquella operación fue el golpe de gracia.
Aun así, el texto con las bondades de la Málaga de la época se refiere brevemente a otros monumentos como el Hospital de Santo Tomé, el monumento a Torrijos en la plaza de la Merced (entonces, llamada de Riego) y el Teatro Cervantes, «el más espacioso y magnífico» y muy por delante de sus dos 'hermanos pequeños', 'El Principal' y el 'Lara', que se destinaba a representaciones en la época de verano.
La foto fija de la ciudad de 1899 se completa con las referencias a las sociedades de recreo -con el Liceo de Málaga y el Círculo Mercantil en cabeza-, a los centros de enseñanza -entre los más destacados, la Escuela de Bellas Artes, el Colegio de los Jesuitas y la Escuela Normal de Maestras y el Conservatorio María Cristina- y a las grandes fincas privadas que abrazaban la ciudad por el norte, caso de La Concepción (propiedad de los marqueses de Casa Loring) y la cercana San José, en manos de Tomás Heredia, hermano de Amalia.