Una fría ráfaga de viento se extiende por el andén. Acaba de pasar uno de los vagones que forman parte de la red del metro de Málaga. Desde la parada de la Ciudad de la Justicia al Palacio de Deportes, apenas hay un suspiro si se compara con la duración del viaje por unas carreteras atestadas de coches. El suburbano, en su versión sin las grandes aglomeraciones de las macrociudades, es a la movilidad lo que un spa a una estancia hotelera. Queda poco para que den las 13:00 horas, en vísperas de la llegada de los Reyes Magos.
Tras descender por las escaleras mecánicas, se llega a sendas vías que discurren en paralelo y marcan las dos direcciones contrapuestas que ofrece el metro malagueño a sus usuarios. El ambiente no llega a ser fantasmagórico porque hay dos personas esperando. Un hombre con mascarilla, que está entretenido con su móvil, y una mujer mayor que manosea el interior de su bolso en busca de algo. La arquitectura de las estaciones del metro de Málaga ofrece sobriedad y transmite cierta intención de huir de grandes alharacas. Visto en su conjunto, el ojo del usuario percibe la infraestructura como una catedral del tráfico ferroviario al estilo de moderna contemporaneidad.
Pero hay un elemento que empieza a captar la atención: el gran reloj que preside el andén. De manera inevitable, como guiado por una mano invisible, empieza a atraer la mirada impaciente del que espera. Concretamente, lo hace la aguja roja, que se mueve con agilidad circular hasta que, de repente, cuando está a un segundo de llegar a la posición de las doce, se detiene por una sentida eternidad. Solo cuando el gran minutero negro avanza una raya, la aguja roja de los segundos sigue de nuevo con su ronda previamente abortada. Singular y extraño.
Sin embargo, lo que ve el ojo no se debe a un fallo y está cargado de una intención que los relojes del metro de Málaga comparten con los relojes de uno de los suburbanos más famosos del mundo, el 'underground' de Londres. En realidad, con todos los ferrocarriles británicos. ¿Pero qué hay detrás de este fenómeno que provoca una modulación de nuestra conciencia temporal?
La explicación se mueve en el mundo de lo simbólico y de lo técnico. La primera la ofrece a SUR la voz más autorizada para aclarar el misterio, el director general del metro de Málaga, Fernando Lozano: «La singularidad de los relojes instalados en las estaciones del metro de Málaga, consistente en no marcar el último segundo de cada minuto, constituye el homenaje particular del suburbano a los ferrocarriles británicos, que convirtieron en tradición este original modo de contabilizar el tiempo para apremiar a la puntualidad de los usuarios en los andenes».
Los relojes del metro de Málaga, por ende, como veladores de la conocida puntualidad británica. La respuesta de Lozano lleva, sin embargo, a la siguiente pregunta: ¿por qué se detiene el segundero en los relojes del suburbano londinense?
En la búsqueda de más respuestas, el viaje prosigue y acaba conectando al metro de Málaga con Suiza, país que se caracteriza por su neutralidad histórica, su sistema bancario y por hacer del reloj y de la precisión para marcar el tiempo un seguro de vida. José Ramón Losada, maquinista jubilado de Renfe y apasionado de los trenes, apunta a un nombre clave para la historia del ferrocarril: Hans Hilfiker (1901-1993), un ingeniero que trabajaba para la SBB, la empresa ferroviaria estatal de Suiza.
Pionero del diseño industrial, confeccionó el clásico reloj que luce en todos los andenes, una oda al minimalismo en blanco y negro, solo retado por el agujero rojo que marca los segundos. Su creación icónica nace en 1944. En un principio, solo rayas negras sobre un fondo blanco. Sin cifras, para que la hora se pueda leer también desde lejos.
Hilfiker quiere que todos los relojes de las estaciones de trenes en Suiza funcionen de manera sincronizada para garantizar que los trenes salgan a su hora. Pero para ello se necesita un impulso de un reloj principal. Ese impulso se manda, a través de cable de teléfono, desde el enclavamiento ferroviario de Zúrich.
En 1947 se añade el segundero rojo y es aquí cuando surge un gran reto técnico. Para evitar que posibles oscilaciones en las frecuencias de la red eléctrica influyan en la puntualidad, Hilfiker decide acelerar el segundero. Entonces, completa la vuelta en 58,5 segundos y se detiene en la posición de las doce horas hasta que llega otro impulso eléctrico y arranca un nuevo minuto.
Viajeros suben y bajan del metro. /
Desde el punto de vista técnico, la pequeña parada del segundero ya no sería necesaria. Los relojes del metro de Málaga, como los del resto de estaciones de trenes o suburbanos en Europa, ya funcionan a través de señales que emiten satélites, con una precisión de milésimas de segundo. Pero permanece la particular idea de Hilfiker sobre el discurrir del tiempo. En su momento, dijo sobre la pequeña parada del segundero, en un entorno como las estaciones de trenes, que él percibía como lugares estresantes, lo siguiente: «Transmite paz y tranquilidad al último minuto antes de la salida».
Con la detención del segundero, este ingeniero suizo también quería sugerir al viajero que el paso de los minutos es relativo si se llega a tiempo, que entonces aún queda espacio para tomar un café antes de subirse al tren, y que uno puede levitar tranquilamente por el andén en vez de tener que correr con la lengua fuera para llegar.
De vuelta a Málaga y al presente, con esta explicación asentada en la cabeza, queda claro que el reloj del suburbano malagueño combina sendas ideas: la medición precisa y el sentido discurrir del tiempo. Siendo el reloj para el viajero un elemento que, justamente, no le mete prisa sino todo lo contrario, que le otorga un pequeño margen para la serenidad y la calma. Para colmo, el diseño resulta tan vistoso y atemporal como lo fue ya en 1944.