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La actriz María Vázquez, en una imagen de la serie televiva «El colapso». | MOVISTAR+
Aquel viejo dicho que reza “el último que apague la luz” tiene poco encaje en el futuro de nuestro planeta. Es muy posible que al último hombre o mujer las circunstancias ya no les permitan apagar esa luz porque nuestra sociedad tecnológica, de no tomar medidas, habrá llegado al límite de su máximo desarrollo global -somos demasiados habitando el planeta- y esa vía sustentada en un progreso expansivo y lineal sin límite explosione sin remedio, llevándose por delante el equilibrio del clima y la destrucción de la naturaleza. Nos lo cuentan las películas, las series de televisión y las novelas día sí y día también. Es el ‘Colapso’, el ‘Apagón’, el primer fragmento del libro del Apocalipsis escrito en el siglo XXI, el gran miedo, el principal objeto de la ciencia con conciencia pero también el gran tema de nuestra narrativa actual.
La colapsología, la ciencia que estudia el proceso, nació en Francia en el 2011 en el marco del Instituto Momentum y ha sido definida por uno de sus fundadores, Yves Cochet, como el estudio del proceso que puede conducir a las naciones a no poder proporcionar a sus ciudadanos a un precio razonable las necesidades básicas, una situación crítica que aumentaría la brecha entre pobres y ricos. Suena terrible, pero desde la pandemia de covid, que obligó a detener de sopetón la economía mundial, hoy no se percibe como una posibilidad tan irreal. Los teóricos franceses Pablo Servigne y Raphaël Stevens elaboraron en el 2015 Colapsología, un manual concienciador dirigido a las nuevas generaciones que es un punto de partida muy divulgativo para reflexionar sobre el tema. Ahora la pareja de colapsólogos se une al biólogo Gauthier Chapelle en la continuación de aquel libro, Otro fin del mundo es posible (Arpa) donde intentan aportar vías de solución explorando formas psicológicas, filosóficas, artísticas e incluso espirituales para intentar no colapsar antes del colapso. “No es una renuncia a la acción, ni un repliegue sobre uno mismo ni un desarrollo personal, sino todo lo contrario. Se trata de trabajar en nuestra resistencia colectiva a los choques, de experimentar nuevas formas de vivir en el planeta, de crear nuevas narrativas colectivas, de tejer vínculos con nuestros seres queridos, con otras culturas, con lo no humano”, aseguran vía internet.
En el campo de las narrativas colectivas, a las que apuntan los colapsólogos como algo importante, cómo nos contamos historias para comprender la realidad, la literatura es un buen sistema para alertar del peligro y tiene todavía mucho que decir. “Los artistas suelen tener una facilidad para detectar los vientos de cambio y gracias a sus obras pueden concienciar e inducir a cambios radicales”, detecta Pablo Servigne, para quien la importancia del relato es crucial. Los ensayos en los que ha participado el autor han servido para impulsar la serie televisiva francesa El colapso y de rebote la española Apagón, que bebe directamente un podcast de éxito.
Es cierto que hoy son innumerables las novelas que apuntan y recrean catástrofes medioambientales actuales y futuras, pero la literatura que se construye como una advertencia ha tardado en llegar. Un ejemplo muy claro es el caso de Margaret Atwood, cuando publicó el primer volumen de su trilogía Orix y Crake en el 2003. Entonces, la autora de El cuento de la criada, fue considerada una excéntrica por utilizar más abiertamente las herramientas de la ciencia ficción considerada por entonces un género menor. Su relato de cómo cuatro adolescentes sobreviven al colapso y se preocupan por la creación de una nueva sociedad ya no sonaba tan lejano cuando la autora cerró la trilogía con MaddAddaM diez años después. Sencillamente, lo que se contaba en esas novelas podía contemplarse ya como una posibilidad real en las noticias. Mientras tanto, en el 2006, Cormac McCarthy facturaba la sombría La carretera, sin dejar mucho lugar a la esperanza de reconstrucción del mundo. Es más o menos por esas fechas cuando se empieza a gestar una tendencia que borra las viejas fronteras entre la literatura literaria y el género de ciencia ficción, que durante años fue el que sostuvo la bandera de pensar el futuro mucho más seriamente de lo que lo hizo la narrativa más generalista. Aquí habría que recordar que J. G. Ballard ya en los 60 creó una trilogía como El mundo sumergido, La sequía y El mundo de cristal en la que trataba el deterioro de la capa de ozono, la polución en el agua y la aniquilación de las especies animales, inquietudes que solo adquirirían su inquietante sentido en la actualidad.
La lista a vuelapluma y sin voluntad de exhaustividad de lo que hoy puede encontrarse en librerías sobre el tema incluiría El ministerio del futuro de Kim Stanley Robinson, en clave de ciencia-ficción más estricta; a Sarah Hall, que en Hijas del norte dibuja una Inglaterra esclavizada y precarizada no muy distinta a la de El Muro, de John Lanchester; Zona Uno, en la que el doblemente Pulitzer Colson Whitehead imagina un mundo dividido entre sanos y enfermos antes de que interiorizáramos, y de qué forma, el término pandemia; el norteamericano Peter Heller que con su impactante La constelación del perro renueva el viejo modelo robinsoniano de ‘último hombre vivo’; algo parecido a lo que hace el galoargentino Santiago H. Amigorena en Mis últimas palabras, o la extraordinaria El clamor de los bosques, de Richard Powers, un maravilloso y arborescente referente literario de la lucha medioambiental. En castellano, y con ese mismo espíritu telúrico no hay que olvidar Distancia de rescate, de la celebrada Samanta Schweblin o Humo, penúltimo título de José Ovejero, con ecos de La carretera de McCarthy, mientras que en catalán pueden citarse L’any de la plaga, de Marc Pastor; Napalm al cor, de Pol Guasch, y la reciente Diatomea, de Núria Perpignà, que por una vez no dibuja el futuro con tintes catastróficos.
Una de las últimas obras publicadas es Las sombras fugaces, del canadiense de expresión francesa Christian Guay-Poliquin (Volcano / Periscopi), con el que cierra una trilogía post-apocalíptica que tuvo su punto álgido con la celebrada El peso de la nieve. “Escribir sobre el apagón te permite iluminar zonas de nuestra sociedad que damos por sobreentendidas y sobre las que hemos cerrado los ojos. También te permite imaginar unas relaciones sociales menos artíficiales que las que hemos construido hasta el momento. Yo no he querido hacer escribir una advertencia con mis novelas, pero inevitablemente éstas incluyen una reflexión sobre el viejo asunto de qué futuro vamos a dejar a nuestros hijos”.
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