Málaga, en boca de todos – EL PAÍS

Después de dos días en Málaga tratando de averiguar cuáles son los ingredientes que la han llevado a convertirse en la ciudad de moda; después de haber escuchado la versión del alcalde, Francisco de la Torre, quien lleva más de 22 años en el cargo y al que se considera parte fundamental en el milagro, y una vez observado también el ceño fruncido con el que muchos malagueños enfrentan un éxito que les ha llenado de turistas la ciudad y encarecido los alquileres, la pregunta se repite por cuarta vez:
—¿Has visto ya a Felipe Romera?
—No, todavía no.
—Pues deberías hablar con él.
Así que, al día siguiente, no hay más remedio que subirse a un taxi en la parada del hotel Málaga Palacio.
—¿Me puede llevar al parque tecnológico, por favor?
—Claro que sí. ¿Va a ver a Felipe Romera?
Toda la ciudad parece estar convencida de que Romera, de 68 años, es el dueño del secreto. En una sala anexa a su despacho, repantingado en una silla y sin apenas esperar la primera pregunta, el director del parque tecnológico de Málaga cuenta, sin dejarse atrás ni un detalle ni un nombre ni una fecha, la historia de cómo un terreno baldío a las afueras de Málaga se fue convirtiendo a lo largo de 30 años en lo que hoy es: un parque tecnológico en el que conviven —y colaboran entre sí— 600 empresas y más de 20.000 empleados procedentes de todo el mundo. El relato no por prolijo es menos apasionante, pero hasta el minuto 39 de la entrevista Felipe Romera no pronuncia una frase que, en su opinión, explica por qué cada vez más empresas y más trabajadores especializados se están trasladando a Málaga.
—Lo que hemos dado aquí, tanto en el parque como en la ciudad, es cariño. Tanto a las empresas como a la gente que viene. Y el cariño, como tú sabes, es gratis, pero es lo que más cuesta dar.
Melina Frías tiene 39 años y la voluntad inquebrantable de aprender a bailar flamenco.
—¿Por qué flamenco?
—Porque me duele.
A Melina Frías, que pasa largas temporadas en el extranjero por motivos de trabajo, también le duele Málaga. Su preocupación, y la de otros malagueños que irán apareciendo en este reportaje, es apenas el contrapunto —el solitario silbido que cuestiona la ovación— del gran éxito que describía Felipe Romera y que vive la ciudad desde hace algunos años, pero que ahora, debido también a los cambios de hábitos laborales provocados por la pandemia, se ha convertido en un clamor. La ciudad está en boca de todos. En España, pero también en el extranjero. Es el lugar ideal para un fin de semana de juerga —hasta el punto de que el Ayuntamiento trata de poner coto al desenfreno de las despedidas de soltero—, pero también para una escapada cultural —se puede elegir entre el Museo Picasso, el Pompidou, el Thyssen…—, un homenaje gastronómico —ya sea a base de estrellas Michelin o de espetos en las playas de Pedregalejo o El Palo— o simplemente un largo y placentero paseo desde el mirador de Gibralfaro hasta el paseo de la Farola por calles que en nada se parecen a las decadentes, y hasta peligrosas, de hace 20 años. Por si fuera poco, la última tendencia con respecto a Málaga no es comprar un billete de AVE o de avión para ir un viernes y volver un domingo, sino comprar solo el de ida.
Melina Frías teme que todo ese ajetreo de turistas y de trabajadores extranjeros, todos con un poder adquisitivo inalcanzable para la mayoría de los malagueños, termine convirtiendo a la ciudad en una especie de parque temático, como ya ha sucedido en Barcelona o Venecia. Desde hace algún tiempo, tiene la sensación de que Málaga se parece cada vez más a un gran aeropuerto. “Me encargo de la logística de grandes películas de cine —la última que hice fue la de Indiana Jones en Sicilia— y por eso paso mucho tiempo en los aeropuertos. Esos lugares que son tierra de nadie, una especie de limbo donde los miles de personas que están contigo en ese momento van a ser catapultados a otras partes del mundo y, dentro de tres o cuatro horas, otros miles ocuparán ese mismo espacio. Lugares siempre llenos, pero que no tienen carácter ni memoria. Cuando regreso a Málaga después de una larga ausencia, siento que los referentes van desapareciendo. Es un producto pensado para el turista, no para el de aquí. Es verdad que está bonita, pero da la impresión de que la están arreglando para venderla después”.
El alcalde recoge el guante de una inquietud que se extiende, mezclada, eso sí, con el orgullo lógico de sentirse por fin en el escaparate de las ciudades deseadas, más incluso que Sevilla, con la que mantiene una vieja rivalidad. Pero antes de que Francisco de la Torre responda, y mientras pasea por el Museo Pompidou y acata, obediente, las órdenes del fotógrafo —párese ahí, mire hacia allá, ahora míreme a mí—, conviene encuadrar su figura. Está a punto de cumplir 80 años, tiene una sólida formación académica —sociólogo, ingeniero agrónomo— y un talante liberal que a veces chirría con las posturas más rancias del Partido Popular, en el que milita desde 1995. Se dice en la ciudad que “Paco de la Torre ya ha saludado a todos los malagueños y ahora ya está empezando a llamarlos por su nombre”. Todos los entrevistados, aun los que no comulgan con sus ideas, reconocen que “es un caballero” y guardan en la memoria alguna atención recibida, sobre todo en trances personales. Será parte del “cariño” que, según decía el director del parque tecnológico, es moneda común en la ciudad, pero el resultado es que su talante y su conocimiento concienzudo de cualquier asunto desarman a la oposición.
Una antigua senadora del PSOE contaba estos días la anécdota de la guayabera. “Fue a raíz de que Pedro Sánchez propusiera la eliminación de la corbata para ahorrar energía”, explica. “Muchos dirigentes del PP hicieron burla de la medida, pero Paco, en vez de eso, acudió al día siguiente a un acto vestido con una guayabera y asunto zanjado. Entre las amigas comentábamos: ‘¿Veis? Con él no se puede…”. Tanto Romera, desde el parque tecnológico, como De la Torre, desde la alcaldía, coinciden en aquella vieja manera de hacer política —tal vez los últimos rescoldos de la Transición— según la cual llevarse bien con el adversario no es solo aconsejable, sino necesario. “Sin la cooperación institucional sostenida a lo largo de los años”, subraya Romera, “este proyecto no hubiera salido. Pero lo apoyó el PSOE, el PP, Izquierda Unida, Podemos… Y el alcalde, el primero. La clave no es que haya venido Google a instalar en Málaga un centro de ciberseguridad, sino por qué. Y ha venido porque antes vino una start-up y luego otra y otra, y las cuidamos tanto como a una empresa gigante. Y ya te digo yo que eso solo ocurre aquí”. La ciudad espera ahora que todo ese esfuerzo sirva para convertirse en 2027 en la sede de La Exposición Internacional “La era urbana: hacia la ciudad sostenible”, cuya candidatura defendió el alcalde en París los días 28 y 29 de noviembre.
De la Torre, sentado en una estancia del Museo Pompidou, responde con serenidad a la preocupación de los escépticos. “Málaga es una ciudad abierta, hospitalaria, como dice su escudo, acostumbrada desde hace siglos a acoger el talento emprendedor. Y nosotros trabajamos para que Málaga sea conocida, para que empresas multinacionales de otros países vengan y, por supuesto, para que el talento local tenga la posibilidad de expandirse. Todo eso ha provocado que, por ejemplo, Google nos haya elegido para una de sus sedes, en un edificio, por cierto, que está muy cerca de aquí, en el paseo de la Farola. Pero no hay que olvidar que hace años Google ya se interesó por una empresa local de ciberseguridad, Virus Total, cuyos dueños insistieron en quedarse aquí y Google lo acabó aceptando. Y esa capacidad de atraer y retener talento para no ser abducidos por el oeste tecnológico americano ha resultado fundamental. Al cabo de los años, Málaga se ha convertido no solo en una ciudad de marcado contenido cultural y un destino turístico de primer nivel, sino también en un lugar muy apetecible para las empresas tecnológicas y, sobre todo, para sus trabajadores”.
El periodista Nacho Sánchez, que llegó de Antequera a Málaga en 1999 para estudiar en la universidad, ha sido testigo en primera línea de esa especie de éxodo inverso. En vez de exportar mano de obra barata, Málaga recibe de unos años para acá especialistas tecnológicos de primer nivel y ahora también operadores del sector financiero. “Esta ciudad”, explica Sánchez, “siempre tuvo playas y buen clima, pero no resultaba suficiente para atraer a grandes empresas. Eso ya ha cambiado debido a multitud de factores, y uno de ellos ha sido la pandemia. Cada vez más personas miran hacia lugares donde se pueda vivir bien sin dejar de optar a una carrera profesional. Lo que más me llamó la atención en el caso de Citi [la mayor empresa de servicios financieros del mundo, con sede en Nueva York] es que sus empleados, todos veinteañeros de la generación Z, no llegan a Málaga en busca de dinero. Al contrario, quieren trabajar aquí por las posibilidades de ocio que da la ciudad gracias a su buen tiempo y su ambiente cosmopolita. Prefieren ganar menos —entre un 30% o 40% de lo que cobraban en Londres— a cambio de poder ir al trabajo a pie, pasear en bici o tumbarse al sol en pleno noviembre. Málaga ha conseguido unir sus virtudes naturales con las de una ciudad mediana, donde no hay grandes atascos y el transporte público funciona. Eso no ocurre en demasiados lugares. No hay más que ver que, en pocos días, Citi recibió 3.700 currículos para 27 puestos en Málaga… Y cuando entrevisté a algunos de los que consiguieron el empleo, todos destacaron la buena ubicación de la ciudad con respecto a otros lugares de interés. Pensé que se referían a su cercanía a Sierra Nevada o a Sevilla, pero resultó que no solo. Isadora Sunderhus, una brasileña de 23 años, me contó que en apenas dos meses había viajado ya a Praga y París. El aeropuerto de la Costa del Sol —que está a poco más de 15 minutos en coche o en tren del centro de Málaga— es clave”.
La posibilidad de ir y volver con rapidez a Madrid o a otros lugares es precisamente un factor importante tanto para los que vienen —unos privilegiados que no quieren perder su conexión con el mundo— como para los que, no hace tanto tiempo, tenían que elegir entre marcharse al extranjero o no hacer carrera en su profesión. Lo cuenta Javier Calleja, un artista de 51 años cuya obra causa furor en todo el mundo, desde Asia hasta Estados Unidos, pasando por África o Latinoamérica. “Antes no tenías más remedio que irte”, enfatiza, “a París o a Londres o a Berlín… O, como muy cerca, a Madrid o Barcelona. Todo el mundo hablaba de la fuga de cerebros, pero nadie de la emigración cultural. Yo, de hecho, me fui a Nueva York hasta que me di cuenta de que, gracias primero al aeropuerto y después al AVE, podía seguir viviendo en Málaga. ¿Qué ciudad de Europa tiene un aeropuerto tan cerca de su casa? Es verdad que existe la impresión de que se está convirtiendo en una ciudad cara, pero hay que ver en comparación con qué. Con respecto a Nueva York es muy barata. Y también en comparación con Madrid. Colegas míos pagan 6.000 y hasta 10.000 euros por un estudio en Brooklyn, mientras que aquí se pagan 600. Y, además, tenemos una oferta cultural que ya la quisiera cualquier otra ciudad. Es verdad que habría que hacer una política de barrios para que no se sintieran excluidos, pero, teniéndolo todo en cuenta, hay más pros que contras”.
Hay un artista que se tuvo que ir y que, casi 40 años después, regresó para convertirse en un símbolo de la ciudad. La noche que recibió el Goya de Honor, Antonio Banderas contó delante del mundo del cine que seguía teniendo presente una imagen. La del andén de la estación de Málaga a las seis de la tarde del 3 de agosto de 1980. Dos figuras, las de sus padres, se fueron haciendo pequeñas cuando el tren Costa del Sol partió hacia Madrid, donde quería cumplir su sueño de convertirse en actor. Y confesó: “Tienen ustedes que creerme cuando les digo que cada vez que terminaba un plano, una película, mi mente estaba puesta en España. No en Arizona, no en Cleveland. Para mí lo importante era saber cómo se vería este trabajo en mi tierra, y para ser más específico, en Málaga, y para ahondar aún más, en mi barrio”. Banderas se ha convertido en un empresario teatral de éxito, pero también en un gran reclamo turístico. Su casa se ha convertido en parada obligatoria de los guías turísticos. “Cuando estoy en la terraza, hay gente que me llama a grito pelado desde la Alcazaba: ‘Antonioooo’. Voy a tener que poner un recortable”. Ya en serio, dice que la ciudad ha cambiado mucho desde que él se marchó, pero que también lo ha hecho su mirada sobre la ciudad. “Es indiscutible que Málaga está ahora en un gran momento y el catálogo de museos abiertos, el Teatro del Soho [de su propiedad] o el Festival de Cine, que da cabida a toda la cinematografía latinoamericana, son claros ejemplos de esa pátina cultural que se ha adherido al ADN de la ciudad y de la que se han contagiado todos sus habitantes”.
Esto último, sin embargo, no está tan claro. No hay más que desplazarse a los barrios de atrás, los que no están en primera línea de playa ni a la vista de los grandes cruceros que atracan a diario, para constatar que una buena parte de la ciudad sigue sin levar anclas. En el barrio de La Palmilla hay una voz que tiene la sensación de estar clamando en el mismo desierto de siempre. Se llama José Miguel Santos, es profesor de Matemáticas y hasta hace unos meses ha sido director del Colegio Misioneras Cruzadas. “Esta es la otra ciudad, como el título de la novela de Pablo Aranda. Nos olvidamos de que existe esta otra ciudad. Si comparamos los datos de estos barrios hace 20 años, hace 10 y ahora —en pleno bum de Málaga—, vemos que las cifras de fracaso, absentismo, abandono, desinterés por el estudio, por el futuro… se siguen repitiendo. Se decía que de la pandemia íbamos a salir mejores, pero al menos aquí ha aumentado más la brecha en la educación. ¿Qué se ha hecho? ¿Qué se va a hacer? Hay cierto miedo a reconocer que esto no va, que algo se está haciendo mal. Y deberíamos empezar por admitir que, al menos en estos barrios, si no hay presencia en el tiempo y en el espacio —o, lo que es lo mismo, una apuesta efectiva y duradera por la educación—, no habrá nada que hacer. ¿Sería tan difícil pedir que algo del éxito de la ciudad repercuta en los más desfavorecidos para rescatarlos de estas calles sin salida?”. Tras la entrevista, en la libreta del reportero quedan escritas tres cifras —30, 15, 8— y un gesto. 30 son los chicos y chicas que suelen empezar el primer curso de la ESO en su colegio; 15, los que siguen en el colegio cuatro años después, y 8, los que pasan a bachillerato o formación profesional. No tiene los datos de cuántos terminan, pero el gesto de impotencia del profesor Santos no ofrece ni un resquicio a la esperanza.
Felipe Romera insiste, pese a todo, en que todo joven que sepa inglés y aprenda a programar tiene un puesto de trabajo en Málaga, y el alcalde De la Torre sostiene que la clave para que el éxito actual de Málaga no se convierta en una burbuja es la búsqueda de la excelencia. “En todo”, añade, “también en el turismo. Prefiero un hotel de cinco estrellas a uno de cuatro, y uno de cuatro en lugar de uno de tres… Eso aumenta los ingresos de la ciudad y los de las personas que están alrededor del turismo. Para ello también es muy importante que nos enfoquemos en la formación”.
Joaquín Cuenca se ha convertido en el ejemplo del éxito. Este físico alicantino pasó a ser en 2007 —con tan solo 29 años— el primer español que le vendió una empresa a Google y, pasado el tiempo, aquí sigue, ahora al frente de Freepik, miembro destacado de una estirpe de jóvenes emprendedores del mundo de la tecnología de la que también forma parte, por ejemplo, Manu Hereda, dueño de BeSoccer. Sus principales señas de identidad —­además de una sorprendente habilidad para convertir en oro todo lo que tocan— son la apuesta por Málaga y su independencia, incluso del parque tecnológico. La empresa de Cuenca ocupa casi en su totalidad un edificio situado junto a la catedral. Su mensaje es claro:
—En lo que a tecnología e innovación se refiere, ya hemos conseguido poner a Málaga como ejemplo de una ciudad donde hay calidad de vida y, además, se han hecho cosas con impacto a nivel mundial. Pero también se ha incrementado mucho el turismo, y esto puede tener una parte negativa. Haces la ciudad más apetecible y eso destroza a veces lo que la ha hecho apetecible.
En esta última frase se sitúa, exactamente, el quid de la cuestión. De qué manera esta ciudad que encandila, que está en boca de todos, por la que da gusto pasear y en la que cada fin de semana desembocan decenas de miles de personas por el río inagotable de la alta velocidad, puede seguir brillando sin perder el alma. El debate existe, es enriquecedor y debe ser escuchado, sobre todo teniendo en cuenta que los espejos en que se miraba —Barcelona, por ejemplo— se resquebrajan de puro éxito. Más allá del mármol nuevo de las calles del centro, del neón de las tiendas de la calle de Larios y de las juergas del fin de semana, el encanto de la ciudad reside en quienes contribuyen a hacerla única. Por ejemplo, Rafael Martín Delgado e Isabel Cámara, los arquitectos del Museo Picasso y rehabilitadores de la Alcazaba, o Miguel Ángel Oeste, que trabaja en el Festival de Cine y ha escrito una novela sobrecogedora —Vengo de ese miedo (Tusquets, 2022)—, o Lucía Vázquez, que un día de hace ya muchos años recibió una llamada en Filadelfia, donde se encontraba ampliando sus estudios de Museología —”cuando entonces en Málaga no había ningún museo”—, para que se incorporara a la plantilla del Museo Picasso: “Todavía me dura el asombro”. O María Jesús Bernet y José Antonio Mesa Toré, quienes desde el Centro Generación del 27 y otras iniciativas culturales mantuvieron viva la llama de la poesía cuando Málaga no rimaba con nada.
O Melina Frías, que un miércoles de noviembre con temperatura de verano se aleja de las calles del centro, todavía repletas de turistas, entra en un tablao discreto junto al Pompidou y pide una copa de un vino que se llama La Ola del Melillero.
—¿Tú sabes de dónde viene ese nombre?
Y entonces cuenta, con una sonrisa que es un estilo de vida, que había un barco que venía de Melilla y que al pasar por Málaga con destino al puerto provocaba una ola que mojaba las toallas de quienes no estaban precavidos. No había más que mirar dónde estaban colocadas las toallas a cierta hora de la tarde para saber quién era de Málaga y quién forastero. No sería extraño ver pronto a un finlandés recogiendo la toalla justo a tiempo.
—¿Y por qué te duele el flamenco?
—Eso ya es otra historia.
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